El verano es la nostalgia de todas sus posibilidades
Empezamos el verano fresquito, como los de antes, y , un año más, activa la nostalgia de sus recuerdos.
Me uno al reclamo popular de dar la bienvenida al verano, un poco tarde, sí, pero tampoco es que él se haya dado mucha prisa por aparecer.
Aunque, para ser sincera, este año ha sido lo más parecido a un inicio de verano de verdad. Y ¿qué es de verdad? De los de toda la vida, mi vida, un verano de los noventa (como si mi vida “de verdad” se concentrara en esos primeros 15 años).
Recuerdo mis veranos iniciando con cierto fresquito. Una rebequita para la verbena de san juan y dormir con la ventana un poco cerrada. Vivía casi en la montaña, la que mira hacia Barcelona, y disfrutábamos de una brisita que nos dejaba dormir, no como al resto de habitantes de la ciudad, quejándose en las noticias por la xafogor de la noche (xafogor es la palabra más bonita que existe para referirse a la asquerosa humedad). Nunca entendí de qué se quejaban si en mi barrio se dormía de maravilla.
No recuerdo los días sofocantes hasta julio y, aun así, estaba en el pueblo (de él te hablaré otro día) , rodeado de bosque con sus sombras, su brisa verde y sus árboles. Y las chicharras, banda sonora oficial del verano mediterráneo (por lo menos). ¡Ah! Y las golondrinas.
Para entonces, (en julio) yo ya me había mudado mis casi tres meses al piso de verano, a 45 minutos de Barcelona, donde no teníamos acceso directo a la playa hasta que mi padre volvía de trabajar con el coche. Era un pueblo muy pequeño, creo que en total la población infantil era de unos 8 niños (y tres éramos Espejo) y yo iba a la cola. Mis amistades del pueblo eran intermitentes. Nos veíamos cada 9 meses en una edad en la que se cambia mucho y creces, tanto que el reencuentro era vergonzoso. Al final me escudaba en la compañía de mis hermanos, cuando me lo permitían, y de mis libros, siempre.
Mis libros. Son mi mejor recuerdo de los veranos de infancia. Cargaba siempre con uno, como una Matilda sin remedio, con cinco libros prestados de la biblioteca y alguno que obligaba a mis padres a comprar en las visitas al Pryca. Ay, los libros de supermercado. Pero ahí descubrí una novela que se llamaba como yo y que resultó ser muy famosa. Descubrí a Jane Austen a mis 11 añitos en un supermercado inmenso al lado del pasillo de las colchonetas de playa. No hay excusa, se puede descubrir buena literatura en cualquier sitio.
¿Por dónde iba? Ah, sí, mis lecturas.
Después de comer 2 litros de gazpacho y pollo rebozado (menú oficial del verano de toda la vida en mi casa), me escondía en el balcón de atrás, donde daba sombra a esa hora y tenía las mejores vistas del mundo: una montaña y todas las golondrinas del pueblo.
Allí montaba mi campamento: una tumbona de tiras elásticas de plástico que te dejaba a rayas y mi libro. Me tumbaba allí mientras mis piernas largas me lo permitieran (más tarde crecí demasiado) y allí, con la playlist de sonidos binaurales de las golondrinas que me sobrevolaban la cabeza (estábamos en un ático), leía sin parar. Allí recuerdo leer “Emma”, “El diario de Ana Frank”, “Matar a un ruiseñor” y tantos otros.
Ese momento, es sin duda el recuerdo más puro que tengo del verano y todo lo que significa para mí.
Y es que, como adulta, siento que el verano es volver a esas sensaciones que nos marcaron en la infancia y que, cuando puedes quieres reproducir y compartir con alguien. “Mira, para entenderme y conocerme de verdad, tienes que saber que mi verano es esto”.
Al final, el verano es un anhelo por todo aquello que sentimos de niños que nos hizo tan feliz: leer en el balcón, las tardes interminables en la playa, la siesta después de comer, las tardes de cine de aventuras, las excursiones, los paseos, las chicharras, las verbenas, los paseos en bici, la brisa, el olor a mar, las tardes tranquilas sin nada que hacer, la sal en la piel, jugar a cartas con mi abuela en el balcón, cenar sonsos fritos en el balcón, la horchata para merendar, el ruido del batir los huevos para la tortilla de patatas, el olor a Nivea, los polines y el calipo de fresa, el frigopie, la sandía, el pollo rebozado y el gazpacho, el ir a tomar un helado después de cenar, el cenar con luz en el cielo, las habaneras, el olor de los petardos…
Mis veranos eran una mezcla de todo eso. Un conjunto de actividades que dejaron huella y que mi cerebro guardó con mucho cariño y que me inspiraría el resto de mi vida.
Otro de mis recuerdos de verano es los últimos días de cole en primaria.
Recuerdo el último día como el gran éxito del año (a mí no me encantaba ir al colegio por motivos varios), y recuerdo tumbarme en la cama después de mi primera comida de libertad con la sonrisa en la cara: no tenía que volver a clase. Y me quedaba embobada, mirando las cortinas bailando con la brisa, danzando con la luz, libres, como yo.
Quizá no son solo recuerdos de verano. Quizá lo conecto al verano porque es cuando las ventanas están abiertas, cuando se tiene tiempo y uno se permite todo ese festival del disfrute. Quizá es solamente nuestro recuerdo forzado de lo que ahora llamamos Mindfulness. Quizá son solo sensaciones que me gustan.
El otro día fui a ver “Del revés 2” con mis sobrinos (¡me alegro tanto de haberla visto con ellos!) y aparecía una emoción nueva que… No te voy a contar nada de la película, era solo una emoción que sacó la cabeza, pero no tiene mucho protagonismo (todavía). Se trata de la nostalgia.
Siento que la nostalgia es la emoción más conectada a nuestras sensaciones, a los recuerdos y a todo lo vivido. Es un cajoncito en nuestra mente en el que guardamos todos esos detalles que nos recuerdan lo bonito del pasado. Como el cajón donde guardamos el ticket de metro de Berlín y la entrada al concierto de Coldplay del 2005.
La nostalgia es esa añoranza por revivir un momento que nos hizo muy feliz que nos entristece pensar que nunca más volverá.
Porque para mí leer en el balcón no es solo leer en el balcón, es ser una niña llena de sueños descubriendo su amor por la literatura. Jugar a cartas con mi abuela no trataba únicamente de un juego, sino el recuerdo de su risa que ya no puedo revivir. Los paseos por la tarde eran aventuras para recoger moras o piñones, escuchando a mi madre y su prima charlar de fondo. El pollo rebozado con gazpacho es el mayor manjar del verano.
Como dice Andy de The office (la mejor serie de la historia): “Ojalá hubiera una forma de saber que estás en los buenos momentos, antes de que se vuelvan pasado”.
Y por eso, el verano, es la nostalgia de todo lo bonito que hemos vivido esos meses de vacaciones. Esos momentos de libertad, de estar presente, de ser completamente uno mismo. Yo, de mi infancia recuerdo, sobre todo, los veranos. Y aunque no fuera mi infancia, aunque tuviera 18, 20 o 25 años… son esas sensaciones las que siempre vuelven en verano.
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Mis veranod: esperar en casa sin hacer nada durante las siestas y horas en las que se supone que no puedes "molestar" a las vecinas a que llegaran las horas en las que si podías ir a llamarlas y salir a jugar con ellas
Qué manera mas bonita de recordar aquellos momentos y si, mis recuerdos mas bonitos son aquellos veranos tambien: colchones en el suelo para dormir, colacao fresquito para desayunar con sus grumos, chanclas de dedo, cola en el baño para peinarse y querer salir a jugar a la calle ya, viajes en un Ford Fiesta 8 personas (si, hoy seria una locura), la sandia en la orilla para "refrescarla"... Qué maravilla!! Como el corazón se nos enternece con aquellos recuerdos que siempre seran Los Mejores Años de Mi Vida. Mil gracias por la carta, Emma